por
Jon Mooallem
El
futuro sobre el cual nos han advertido está comenzando a sentirse en
el presente. Tendemos a imaginar el cambio climático como la
destrucción. Sin embargo, también se disfraza de alteración y
caos: tormentas y sequías cada vez más frecuentes y poderosas;
inundaciones más intensas; extensas variedades de pestes que
convierten bosques en yesca de incendios sin control, o temporadas en
las que el calor es insoportable. Tantas facetas de nuestra
existencia -la agricultura, el transporte, las ciudades y la
arquitectura que estas engendraron, por ejemplo- fueron diseñadas
para entornos específicos y ahora, poco a poco, están siendo
remplazadas por otras distintas, más volátiles, sin mudarse o
cambiar.
Estamos
acostumbrados a escuchar sobre casos trágicos de naciones insulares
que sencillamente desaparecerán; países como Tuvalú y Kiribati que
enfrentan la posibilidad de tener que negociar la reubicación de
todos sus ciudadanos a otros países. Sin embargo, también debe
haber, en algún rincón del planeta, y para cada uno de sus
habitantes, un umbral en el que un lugar familiar se convierte en uno
desconocido: una atmósfera alterada, inundada de extrañeza y
rareza, en la que, de un modo u otro, viviremos, aunque en el exilio.
El filósofo australiano Glenn Albrecht describe este sentimiento
como “solastalgia”, un desconsuelo en respuesta a cambios
negativos en el medioambiente o “la añoranza que nos aqueja sin
que nos hayamos ido del lugar que llamamos ‘hogar’”.
Algunas
comunidades enfrentarán nuevos problemas y variantes climáticas; en
otras, los ya existentes se intensificarán. Las sociedades que ya
son vulnerables -los pobres, los mal gobernados- podrían llegar
a puntos críticos muy sombríos. Pensemos en el hambre generalizada
que azota a Sudán del Sur, Nigeria, Yemen y Somalia, donde se prevé
que un total de casi medio millón y medio de niños muera este año
y se espera que el cambio climático empeore el tipo de sequías que
ha ocasionado. También pensemos en un informe de 2015 del
Departamento de Defensa de Estados Unidos que enmarca el cambio
climático como un “multiplicador de amenazas” geopolíticas que
“amenazarán la estabilidad interna en diversos países”, y cita
un estudio que demuestra cómo una sequía de cinco años en Siria
contribuyó con el estallido del conflicto actual en esa zona. No
obstante, la negación está otra vez de moda entre los más
poderosos. En Estados Unidos hay un presidente que ha dicho que el
cambio climático es un invento, por ejemplo.
También
nos alejamos de la desorientación y de la alarma de otras formas más
nocivas. Parecemos capaces de normalizar las catástrofes a medida
que las vivimos, un fenómeno que hace referencia a lo que Peter
Kahn, profesor de Psicología de la Universidad de Washington, llama
“amnesia ambiental generacional”. Cada generación, argumenta
Kahn, puede reconocer solo los cambios ecológicos de los que sus
miembros son testigos durante su vida. En una charla reciente, Kahn
puso como ejemplo las condiciones de vida en una megalópolis como
Calcuta, o en las áreas tan empobrecidas y contaminadas de Houston
que se han visto afectadas por las refinerías de petróleo. En
Houston, donde llevó a cabo su primera investigación a principios
de los 90, Kahn descubrió que dos terceras partes de los niños a
los que entrevistó entendían que la contaminación del aire y del
agua eran problemas ambientales, pero solo una tercera parte creía
que su propio barrio estaba contaminado. “La gente nace en estas
condiciones de vida”, me explicó Kahn, “y piensa que es lo
normal”.
Daniel
Pauly, científico que estudia al sector pesquero en la Universidad
de Columbia Británica, llegó casi a la misma conclusión, pues
reconoció que, a medida que colapsaban las poblaciones de peces de
gran tamaño, la humanidad -ignorante- había cambiado a la pesca
de especies relativamente más pequeñas. En consecuencia, escribió
Pauly, se da de manera generalizada la “desaparición progresiva”
de esa parte de la fauna a partir de “puntos de referencia
inadecuados”. Denominó a esta visión defectuosa “síndrome de
cambio en el punto de referencia”.
Sin
embargo, existen muchos cambios más sutiles en nuestra conciencia
que no se pueden delimitar de forma tan precisa. Escenarios que
sonarían distópicos o satíricos como proyecciones futuras que se
materializan modestamente en la realidad.
El
año pasado por el derretimiento del permafrost en Siberia se liberó
una cepa de ántrax que había quedado encapsulada en el cadáver de
un reno congelado, misma que enfermó a cien personas y mató a un
niño. En julio de 2015, durante el mes más caluroso que se haya
registrado en la Tierra (hasta que el siguiente año superó el
récord) y el día más caluroso que se haya registrado en Inglaterra
(hasta el siguiente verano), el diario The Guardian tuvo que cerrar
su blog con actualizaciones en vivo sobre la ola de calor cuando los
servidores se sobrecalentaron. Las ciudades que se encuentran a
altitudes bajas en todo el mundo están experimentando más casos de
“inundaciones sin lluvia”, en las que calles o barrios enteros
quedan inundados temporalmente por la marea alta y las marejadas
ciclónicas. Sin embargo, los científicos y los planificadores
urbanos han conjurado un tecnicismo que suaviza esa sorprendente
realidad: nuisance flooding, las inundaciones molestia.
Kahn
afirma que nuestra amnesia ambiental generacional es “uno de los
problemas psicológicos centrales de nuestra época”, debido a que
oculta la magnitud de muchos problemas muy concretos. Se puede
ignorar algo no solo mirando hacia otro lado, sino si se le mira tan
de cerca que se pierde perspectiva. No obstante, la marea siempre
está en aumento en el horizonte, engullendo algo. Cuanto más
vivimos, más angustiosamente atrapados nos sentimos entre las
pérdidas que ya nos tocó vivir y las que vemos venir.
Nos
las arreglaremos de algún modo, en el exilio.
Estos
puntos de referencia cambiantes también confunden la idea de una
adaptación al cambio climático. Adaptación, señala Kahn, puede
significar cualquier cosa, desde el ojo humano que se ajusta a un
entorno con menos luz en unos cuantos milisegundos hasta los lobos
que se transformaron en perros en el transcurso de miles de años. No
siempre significa progreso, me explicó: “Es posible adaptarse y
reducir la calidad de la vida humana”. Adaptarse para evitar a o
para lidiar con el sufrimiento ocasionado por el cambio climático
podría ocasionar paulatinamente más sufrimiento y, a causa de la
amnesia ambiental generacional, incluso podríamos no reconocer hasta
dónde llega. Trae a mi mente El árbol generoso de Shel Silverstein:
por intentar cumplir los deseos del niño, queda reducido a un tocón.
En el
nivel más básico, argumenta Kahn, ya nos estamos adaptando al
cambio climático a través de una especie de consentimiento tácito,
como la forma en la que la gente en una ciudad como Pekín acepta que
pueden enfermarse por tan solo respirar el aire de la calle. “La
gente lo sabe, tose y respira con dificultad”, me dijo, “pero no
están organizando revoluciones políticas”. Nosotros tampoco. Kahn
continuó diciendo que corremos el riesgo de quedarnos atrapados, a
través de la adaptación gradual, en una condición de “prosperidad
frustrada”.
Claro,
le dije, pero en algún momento todo será demasiado. Posiblemente,
me contestó Kahn. No obstante, los supuestos sobre el futuro, sin
importar lo obvios que nos puedan parecer, no se hacen realidad de
manera automática.
“Lo
sorprendente es que nada de esto parece funcionar de la forma en que
pensamos que debería hacerlo. Cuando crecí alrededor de San
Francisco en la década de 1970, el tráfico ya era muy malo. Y
pensé, si empeora un poco más, esto estremecerá nuestra conciencia
de una manera importante. Pero cada cinco años, empeoraba”. Guardó
silencio unos segundos, y dijo: “Me he quedado pensando en cuántos
periodos de cinco años he vivido”.
Jon
Mooallem escribe para The New York Times Magazine y es autor del
libro “Wild Ones”.
Fuentes:
Jon Mooallem, El mundo ante la amnesia ambiental, 24/04/17, The New York Times.
Ilustraciones Christoph Niemann.
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